𝐂𝐨́𝐦𝐨 𝐡𝐚 𝐜𝐚𝐦𝐛𝐢𝐚𝐝𝐨 𝐭𝐨𝐝𝐨…
Antes, el móvil no era nuevo. Era heredado. El que dejaba un hermano mayor, un primo o incluso el de nuestros padres cuando cambiaban el suyo. Funcionaba, y con eso bastaba. Hoy, si no es el último modelo, parece que no sirve, como si el valor de una persona se midiera por la pantalla que lleva en el bolsillo. Hoy vemos con absoluta normalidad que un joven “necesite” llevar el último modelo de móvil. No porque el anterior no funcione, sino porque ya no es el que toca. Porque quedarse atrás parece peor que no tener nada. Y detrás de esa pantalla nueva hay muchas horas de trabajo… casi siempre de otros.
Antes, cuando te sacabas el carnet, te dejaban el coche de papá… y si había suerte. O te comprabas uno de segunda mano, con años, con golpes, con historia. Era un coche para aprender, para equivocarte, para empezar. Nadie soñaba con un coche nuevo y de alta gama como primer paso en la vida. Hoy, en cambio, parece casi una obligación. Porque no se trata de moverse, sino de aparentar. Porque no se trata de llegar, sino de que te vean llegar.
Y antes también se trabajaba. En verano, cuando no había instituto ni universidad, se buscaba cualquier cosa para ganarse un dinerillo. Y si llegaba la vendimia, tocaba currar. Era duro, sí, pero enseñaba. Enseñaba lo que cuesta ganar el dinero, lo que pesa una jornada, lo que valen las cosas cuando sabes de dónde salen.
Hoy eso ya no está bien visto. Parece que si un joven trabaja en verano o va a la vendimia es porque sus padres escasean de dinero. Como si el trabajo dignificara menos que la comodidad. Como si esforzarse fuera motivo de vergüenza. Y muchas veces no es solo cosa de los hijos: a los padres nos da lástima. Lástima que pasen calor, que madruguen, que se cansen. Y ahí también tenemos culpa.
Porque quizá hemos confundido querer a nuestros hijos con evitarles cualquier sacrificio. Les hemos dado todo sin pedir nada a cambio. Les hemos protegido tanto que les hemos robado la oportunidad de aprender.
Y luego está el primer sueldo. Ese momento que antes significaba orgullo, responsabilidad y agradecimiento. El dinero servía para ayudar en casa, para aliviar un poco a quienes llevaban años sosteniendo todo. Hoy, en demasiados casos, ese sueldo se entiende como algo exclusivamente propio. “Para mis cosas”. Mientras tanto, los padres siguen pagando la comida, la luz, el agua, el coche, el seguro… como si el tiempo no hubiera pasado.
Los gastos diarios y mensuales para vivir siguen recayendo sobre los mismos hombros. Padres que aguantan en silencio, que siguen sosteniendo cuando ya no deberían, que no se atreven a decir basta por miedo, por pena o por amor mal entendido.
Claro que hay excepciones. Jóvenes que trabajan, que ayudan, que valoran. Pero no nos engañemos: no son la norma general.
Quizá el problema no es solo de una generación, sino de dos. De hijos que se han acostumbrado y de padres que hemos permitido demasiado. Porque la vida no siempre es cómoda, ni fácil, ni justa. Y cuanto antes se aprende, mejor preparado se está.
𝑆𝑖́, 𝑐𝑜́𝑚𝑜 ℎ𝑎 𝑐𝑎𝑚𝑏𝑖𝑎𝑑𝑜 𝑡𝑜𝑑𝑜…
𝑂𝑗𝑎𝑙𝑎́ 𝑠𝑒𝑝𝑎𝑚𝑜𝑠 𝑟𝑒𝑐𝑜𝑟𝑑𝑎𝑟 𝑎 𝑡𝑖𝑒𝑚𝑝𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑐𝑟𝑒𝑐𝑒𝑟 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑡𝑒𝑛𝑒𝑟 𝑚𝑎́𝑠, 𝑠𝑖𝑛𝑜 𝑒𝑛𝑡𝑒𝑛𝑑𝑒𝑟 𝑙𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑐𝑢𝑒𝑠𝑡𝑎 𝑡𝑜𝑑𝑜 𝑙𝑜 𝑞𝑢𝑒 ℎ𝑜𝑦 𝑑𝑎𝑚𝑜𝑠 𝑝𝑜𝑟 ℎ𝑒𝑐ℎ𝑜.
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